Ya no reparte tareas y castigos entre sus 11 hijos, ni cuida animales y plantas en los dos patios de la casa enorme donde los crió. Pero ninguno de sus familiares espera una orden suya para visitarla. Todos, sin importar qué tan cerca o lejos estén, la acompañarán por voluntad propia este 30 de abril a celebrar un siglo de vida, así como se han reunido en cada uno de sus cumpleaños anteriores.
Inés Cabal, cosecha hoy la gratitud que hace mucho sembró con fortaleza de cuerpo y espíritu. Ha sido una mujer estoica, severa y visionaria. Aun estando a punto de dar a luz le ayudaba a su esposo, Agustín Macías, a acomodar bultos de frutas en las chivas de transporte de los que él fue propietario.
Doña Inés distribuía responsabilidades en la casa y se negaba a repetir instrucciones; si alguno de sus hijos se olvidaba de la labor asignada, ya fuera lavar platos o tender ropa, ella no dejaba impune ese descuido. El desobediente buscaba refugio en las ramas más altas de un árbol y volvía muy tarde a su cuarto, con la esperanza de que su madre estuviera dormida. Ella lo aguardaba hasta tarde de la noche. Si el sueño la vencía, le daría la muenda a primera hora del día siguiente. De nada servía correr alrededor de las cercas los patios ni esconderse tras las plantas que allí crecían. Agotarla en persecuciones era tan solo aplazar lo inevitable. En cuanto el fugitivo sacaba la cabeza de los matorrales o regresaba bajo techo, imaginándose a salvo de la justicia materna, ella se le abalanzaba con las manos en alto.
Sin embargo, comprendió que su sentido de la disciplina no sería suficiente para educar a sus hijos de la mejor manera. Se empeñó para que todos tuvieran la oportunidad de estudiar y convertirse en profesionales. El tiempo le dio la razón: sus hijas mayores colaboraron económicamente para que sus hermanos pudieran terminar sus estudios. Esta previsión es una prueba de la inteligencia de Doña Inés Cabal y de su amor por sus hijos. Si bien les impuso a todos un régimen inflexible, se aseguró de orientarlos por un rumbo distinto al que debieron tomar ella y su mamá, Dolores. La abuela materna de los Macías Cabal, sacó adelante a su hija Inés sin apoyo de padre alguno, Dolores trabajó en diferentes oficios y en varias faenas cuyo recuerdo ha perdido.
Muy joven se echó a los hombros otra carga tremenda: ser esposa de Agustín Macías Cuéllar, un viudo responsable y laborioso, pero también terco. Ella venció todas las pruebas del matrimonio y trajo al mundo una docena de hijos – de los cuales hay once vivos – con ecuanimidad, devoción y sin otro auxilio que el de las parteras. Don Agustín le colaboraba a imponer el orden en la familia. Él corregía la desobediencia con el mismo rigor de Doña Inés y era enemigo del ocio. Apenas veía que uno de sus hijos disfrutaba de tiempo libre, lo ponía a desgranar maíz y frijol. Doña Inés también debía lidiar con los enojos de su esposo, a quién no se le podía llevar la contraria.
Si alguna vez ella se mostró débil, fue quizás en la intimidad del altar donde veneraba a una galería de santos. El amor por los animales y las plantas, que han heredado varios de los Macías Cabal, fue otro de sus consuelos. En el silencio del huerto aclaraba sus pensamientos y renovaba las fuerzas que requería un hogar tan populoso.
Inés sobrevivió a su marido y al alquiler de esa gran casa que se ensanchaba y alargaba en un cuarto de manzana, frente a la antes llamada “Calle Real” de Buga. Hace 37 años vive mucho más despreocupada en una casa de dos pisos, aunque siempre extrañará aquellos dos patios con árboles frutales, los gallineros, los armarios y los baúles de recuerdos a los cuales despidió como a difuntos adorados. No obstante, el 30 de abril estará rodeada de todas las vidas que brotaron de ella. Tendrá a su lado hombres y mujeres que siguen floreciendo a la sombra de su autoridad y cariño centenario.